por Julio Rivera Saniel
Nos dejamos ahogar por la euforia, el orgullo, por lo que somos y el amor patrio. Una ecuación pocas veces conseguida y que, en esta ocasión, ha sido responsabilidad directa del desempeño de nuestro equipo nacional de béisbol. Los nuestros, como hemos preferido llamarles. Ese colectivo que ocupó las primeras planas durante días y, con ello, una buena tajada de los pensamientos del colectivo.
Quisimos festejarlos, aun cuando su victoria no era cosa segura. Nos llenamos de entusiasmo y, por algunos días, retomamos el optimismo perdido y la fe en los nuestros. Es cierto. No se coronaron como campeones oficiales tras su derrota ante Estados Unidos, pero lo que consiguieron fue suficiente. Y no es para menos. Llovieron las camisetas, los tintes y la algarabía. Los abrazos de solidaridad contagiosa y renovado amor propio. Y les recibimos. Desde allá, en el norte, llegaron críticas. No entendían la naturaleza del festejo. Y algunos aquí entendieron necesario dar explicaciones que justificaran el gozo colectivo. Explicarles y “explicarnos”. Dejarles claro por qué festejábamos. Porque nuestros compatriotas abarrotaron el Dodger Stadium armados de esos “ruidosos” panderos. Justificar por qué nuestra bandera nos adornaba de pies a cabeza; por qué los municipios proyectaban el partido final en pantalla grande e izaban banderas enormes en medio de los festejos. Queríamos explicarnos. Justificarnos. Tal vez porque a ello nos han acostumbrado. Pero las explicaciones sobran. Ser lo que somos es suficiente y explicarle a quien no entiende es una soberana pérdida de tiempo. Nuestro gozo es asunto nuestro, y “los nuestros” nos han hecho recordar.
Su hazaña nos ha dejado claras nuestras capacidades como pueblo y lo que podemos alcanzar cuando actuamos en equipo, en búsqueda del bien común y no solo de la ganancia individual. Esa de la que se ha valido nuestra clase política por décadas y que nos ha traído a este presente de incertidumbre.
Los nuestros también nos han recordado que somos un pueblo con enormes capacidades. Que, a pesar de ese discurso histórico que ha pretendido desanimarnos y “chiquitiarnos”, nuestras posibilidades no están directamente relacionadas con nuestras dimensiones geográficas. Nuestro equipo llegó invicto a la final, venciendo una y otra vez a equipos de países con mayores recursos económicos y mayor población, para dejarnos una gran lección sobre la mesa: no sucumbamos a la tentación de autoboicotearnos.
También nos recordaron el poder del deporte. Eso que es visto como un exclusivo vehículo para entretener las masas demostró su poder de cohesión social. Pero también su potencial como vehículo de reactivación económica. Gorras y tintes, pubs abarrotados y miles de camisetas vendidas. Miles de dólares en pauta publicitaria. Todo consecuencia directa de la efervescencia provocada por el deporte. Ese que en ocasiones es relegado a lo más bajo de la escala de prioridades del país.
Gracias, muchachos, por las lecciones aprendidas. Ahora nos toca a todos recordar que lo que somos es suficiente y que, como pueblo, somos tan grandes como nuestras posibilidades; que, aunque la cuesta se perfila empinada, nuestras capacidades nos bastan. No nos quepa duda.
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