Pasé veintiocho años
en varias prisiones gringas
y encontré seres humanos
que eran personas dignas.
Mi gente, me estoy sonriendo pues hay una historia que quiero compartir con ustedes. Aludí brevemente a esta historia en mi tercer ideario, Pólvora y palomas, publicado en 1995.
En 1948, a mis 18 años de edad, me encontraba estudiando en la escuela Ramón Baldorioty de Castro en el Viejo San Juan. Residía en la calle Luna. Una mañana cuando caminaba hacia la escuela me detuvieron cuatro agentes del FBI. Le entregué mis libros a un amigo que me acompañaba pues sabía que no regresaría. Los agentes me acusaban de haberme negado a inscribirme en el ejército invasor estadounidense. Esa noche dormí en la cárcel La Princesa. Al día siguiente mi padre, Rafael Cancel Rodríguez, mi tío Alejandro Cancel y don Chagito Mari, padre de Juan Mari Bras, me sacaron bajo fianza y regresé a mis estudios en la Baldorioty. Varias semanas después arrestaron a otros cinco jóvenes nacionalistas bajo la misma acusación. A principios de 1949 nos celebraron juicio en el tribunal estadounidense en Puerto Rico. A la mayoría los sentenciaron a un año y un día de cárcel y a Ramón Medina Maisonave y a mí, a dos años y un día. A los seis nos enviaron a la prisión federal de Tallahassee, Florida.
Al llegar a la prisión de Tallahassee tuve mi primer encuentro con el racismo estadounidense. En la prisión había un dormitorio para los negros y otro para los blancos; en el comedor había un área para los blancos y otra para los negros. Había que comer separados. Los guardias penales me tenían entre los “blancos”, pero yo cruzaba a las mesas donde se encontraban los puertorriqueños “negros” y comía con ellos. Los guardias empezaron a darme por loco pues eran incapaces de comprender cómo una persona pudiera no discriminar contra otra por su color. Aquí comienza la historia que quiero contarles.
Un día, un preso vino a informarme que un preso gringo grandullón le había virado la mesa de juego a uno de mis compañeros nacionalistas que se encontraba jugando ping pong. Fui a buscar al gringo para retarlo a pelear. Aunque de momento no dí con él, el gringo sabía que yo lo andaba buscando. Una tarde lo vi en el patio de la prisión y me dirigí hacia él. Un dominicano amigo se lanzó a mis pies provocando que yo cayera al piso y me gritó: “¡Canto de idiota, no ves que tiene un tubo!”. Era cierto. El enfrentamiento quedó ahí, pero más tarde encontré al gringo en el área de recreo de los dormitorios. Lo acompañaban 5 o 6 presos más. El gringo estaba sentado. Me acerqué y le dije: “Levántate que te voy a tirar”. Se puso de pie y me ripostó: “Y yo te voy a matar”. Tenía una cuchilla en la mano y rápidamente me tiró al cuello. Como yo jugaba béisbol, reaccioné y pude aguantarle la mano, aunque la cuchilla llegó a rasgarme el cuello. Media pulgada más y otro estaría contando la historia. Setenta y tanto años después todavía tengo una pequeña cicatriz. Caímos al piso, él abajo y yo arriba. Me tiró con la cuchilla por la espalda, rasgando mi camisa y camiseta, y se le cayó la cuchilla. Intentaba volver a agarrarla hasta que otro gringo le dio una patada a la cuchilla y le dijo: “Peléale como hombre que él te está peleando como hombre”. Alguien avisó que la guardia penal se acercaba, de modo que nos dispersamos.
Esa noche estaba en mi camastro lamiéndome las heridas cuando veo venir al gringo. Inmediatamente me levanté y me preparé para la pelea cuando oigo que me grita: “No, no vengo a pelear, quiero ser tu amigo”. De ahí en adelante se hizo tan amigo mío que le decía a los demás presos que quien se metiera conmigo, se metía con él.
El 30 de octubre de 1950 estalló la Insurrección Nacionalista en Puerto Rico. Solo quedábamos dos nacionalistas en la prisión de Tallahassee, Ramón Medina Maisonave y yo. Mis otro cuatro compañeros nacionalistas habían salido de prisión al cumplir sus sentencias de un año, y todos participaron en la Insurrección. En la cárcel, a Monchito y a mí nos movieron inmediatamente de los dormitorios a una sección de celdas más restringidas llamadas de “closed custody” para que no nos escapáramos. En esa sección todos los viernes pasaban inspección el alcaide de la prisión, el capitán y otros funcionarios. Los presos tenían que pararse frente a su celda en atención militar. Cuando llegaron frente a mí, rehusé pararme en atención y a la tercera advertencia me encerraron en confinamiento solitario por cuatro meses. Me sacaban a bañar una vez a la semana y me pasaban el plato de comida por una pequeña apertura en la puerta de metal de la celda. Vale señalar que en esos mismos calabozos, en 1979, encontraron en cuerpo del patriota Ángel Rodríguez Cristóbal, quien había sido encarcelado por la lucha contra la Marina de Guerra de los Estados Unidos en Vieques.
Regresando a mi historia, durante los cuatro meses que estuve en los calabozos de la prisión de Tallahassee solo vi a un preso. Adivinen a quién. El gringo que había intentado matarme se iba para su casa y quería despedirse de mi. Me dijo que de lo único que se arrepentía era de haber peleado conmigo. Cuando regresé a la población penal, los presos me contaron que el gringo había estado detrás del alcaide y el capitán de los guardias para que lo dejaran despedirse de mí. Parece que para no siguiera fastidiando se lo permitieron.
Todavía me resulta un misterio saber qué fue lo que motivó su cambio de actitud hacia mí. No sé si supo que evité que dos boricuas lo atacaran a tubazos por haberme sacado una cuchilla, o si supo que le había dado un jinquetazo a un guardia penal racista, de los llamados “red necks”, que intentó humillar a uno de mis compañeros nacionalistas (pero esa es otra historia). Aquel amigo inesperado se llamaba Lee. Nunca volví a saber de él.
Rafael Cancel Miranda
Se llega más pronto a la meta de pie que de rodillas.
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